lunes, 5 de marzo de 2012

Capítulo Uno - La voz del viento


Capítulo Uno

Mi historia no inicia aquel lejano día, pero deseo comenzarla desde ese acontecimiento, del que conservo el más horrible recuerdo que en toda mi vida haya concebido.
En aquel entonces, mi madre, que en paz descanse, me tenía en brazos; yo lloraba desconsolado debido a que había rodado por las escaleras de la vivienda que alquilaba mi padre; ese día ella horneó unos pastelillos y pensaba servirlos en la destartalada mesa para la merienda, cuando, de repente escuchó el seco golpe de mi cabeza al estrellarse contra el piso; de inmediato, asustada corrió a socorrerme, me levantó del suelo y me colocó sobre una silla de madera que estaba en una esquina, me recosté contra el muro de la cocina y se me llenó todo el rostro de sangre por culpa de una herida que me había hecho en la frente; estaba muy asustado, cuando me vi cubierto por aquel líquido rojo, lloré aún más fuerte, porque pensé que iba a morir.
Después de tantos años, y al recapacitar acerca de todo aquello, pienso en los errores que cometemos los adultos con los hijos, ¿qué poder es el que influye en nuestros recuerdos que nos hace olvidar nuestra propia infancia y perpetramos las mismas faltas que cometieron con nosotros?
Cuando un pequeño se hace daño a sí mismo en un simple percance, sea motivado por sus inocentes juegos o por un descuido, algunos padres utilizan impetuosas reprimendas sin escucharlos, otros los miman y consienten, pero, tampoco les oyen, ¿sabes qué pasa por la mente de un niño que acaba de lastimarse? Para él conceptos como vida y muerte existen de una manera muy lejana, no ha tenido el tiempo suficiente para comprender que es eso, aunque, creo que nunca logramos comprenderlo a fondo, y ese dolor que siente, y lo que está sucediendo se confunde con dichas ideas difusas.
Podrías decirle mil cosas y si le reprendes y amonestas, te miraría sobrecogido cuestionándose porqué le hablas así, y lo peor, que pueda instaurar una relación en su intelecto de sentimiento de culpa cada vez que se ve implicado en un insignificante incidente, como el de aquella tarde, porque, aunque doloroso e inoportuno, era patente que no era mi culpa, pero esa idea estaba arraigada en mi cerebro, y esto es un ejemplo de lo que trato de explicar; seguro que ese presentimiento tenía sus orígenes en algún conocimiento adquirido empíricamente, por lo que el niño, —en este caso yo—, en lugar de incorporarse y proseguir como si nada hubiese ocurrido, está aprendiendo a seguir afligiéndose por un intervalo más prolongado después de un desdeñable revés.
Así es, por eso, cuando un pequeño llore frente a ti, escucha lo que te dice y no le juzgues antes.
Claro que sí, mi madre no lo hizo, pero creo que tampoco se dio cuenta del desasosiego que me dominaba aquel día.
Ella alcanzó rápidamente en algún escondrijo, un trozo de frazada; primero me secó las lágrimas y de inmediato procedió a retirar la sangre en rededor de mi cabeza, mi padre trajo un barreño con agua purificada y con ella me lavaron la herida hasta que quedó limpia. Luego, con mucho cuidado, cortaron el cabello en rededor de esta y como no disponían de un dispensario de primeros auxilios en casa, mi madre improvisó unos vendajes con tiras de una franela. Cuando hubieron terminado, me abracé fuertemente a ella y en su regazo lloré hasta que mi dolor se desvaneció.
Mil pensamientos se deslizaban por mi pequeño cerebro, se escabullía la imagen de mi rostro cubierto por la sangre, no el real, sino el que había visto desde mi interior.
Me sentía tan mal, que no me daba cuenta de lo que mi madre hacía por mí, es más, nunca había notado que estaba en los brazos de una persona que me cuidaba y me daba todo lo que deseaba sin pedirme nada y yo cada vez exigía más de ella.
Entre las alucinaciones que vinieron después del severo impacto y la pronta curación de mis padres, las lágrimas convirtieron en una desventurada memoria los últimos momentos que pasé con ellos; si hubiese sabido que no les volvería a ver en la vida, quizá no hubiese gastado esas horas con mis bramidos patéticos, porque esas lágrimas derramadas sin sentido, solo fueron las que inauguraban la serie de llantos causados por los horrores a los que debía enfrentarme en el futuro inmediato. Siempre había sido afortunado, era el hijo único, y tuve para mí solo el amor de mis padres y su comprensión; mi padre trabajaba en una fábrica de tornos en las cercanías de nuestro hogar, tenía muchos años de hacerlo, creo que desde antes de mi nacimiento. Realizaba su trabajo con gran vehemencia, pues le había escuchado decir que después del tiempo con su familia, era lo que más disfrutaba en su vida.
Todos los días llegaba con su atavío cubierto por el hollín y restos de las rebabas de los metales con los que se fabricaban las piezas que vendía la compañía y a pesar de que estaba exhausto, me dedicaba algunas horas; salíamos a caminar en el perímetro de la localidad, a veces íbamos al campo plagado de flores y mariposas y otras a una playa repleta de gente que se divertía ayudando a los pescadores con sus redes inmensas; también, de vez en cuando jugábamos a la pelota, era un gran compañero de juegos, buen amigo y un excelente padre; pero ese maldito día, él y mi madre salieron de la mano, como siempre lo hacían cuando el horario lo permitía; fueron a la tienda para comprar un poco de alcohol y antibiótico para curar las heridas y yo me quedé solo en la casa por unos momentos, desde entonces, no supe más de ellos. Desaparecieron como si se los hubiese tragado la tierra, el misterio aún no se devela, y quien haya visto algo, nunca abrió la boca, todos se pusieron de acuerdo para ocultarme la verdad.
Sufrí mucho fantaseando sobre lo que pudo haber ocurrido, aunque en la mente de un niño de seis años no hay lugar para imaginar lo malo que existe en este mundo cuando ha vivido en la burbuja artificiosa y quimérica que la familia le crea en rededor.
Aun así, mi imaginación voló entre galería de tragedias posibles; pero eso sucedió muchas horas después de su partida, cuando tuve un poco de conciencia de mi situación; sobre todo con la hipertermia que me estaba acometiendo, la cual favoreció a que tuviera unas alucinaciones muy bien recreadas en las que les veía en las situaciones más diversas y pintorescas, que de seguro, de no haber estado delirando, nunca hubiese concebido de manera consiente.
Veía llegar un helicóptero con soldados, que arrestaban a mis padres en pleno centro y los llevaban a una región en los desiertos de Pakistán como prisioneros de guerra, o que eran interceptados por una peligrosa pandilla en la calle, quienes los enrolaban forzadamente en sus filas y los obligaban a trabajar para ellos, también en el cinema de mis delirios, vi una secta religiosa, quienes con engaños los habían convencido a asistir a un culto cristiano que terminó por ser una mentira para raptarlos y pedir un rescate para liberarlos.
Todas estas alucinaciones eran inverosímiles en un niño de mi edad, siempre que dicho niño se haya mantenido al margen de las noticias y toda esa información que lanza la televisión.
Las visiones posiblemente tenían sus orígenes, en las películas que veíamos a diario en nuestro viejo televisor, ya que mi padre traía diariamente cintas rentadas de un austero videoclub del vecindario, y en la casa nunca faltaba ese torrente de imágenes exageradas y enfermas de violencia que son las películas de Hollywood.
Esas escenas fueron las que despertaron mi imaginación de tal manera que me introdujeron en aquel estado morboso de delirios fantásticos. Amigo mío, tú que de seguro ya has de ser padre, no permitas a tus hijos pequeños que vean la televisión indiscriminadamente. Mira como me persiguen esas pesadillas desde aquellos días de mi infancia, y cuando cierro los ojos siendo ya un adulto, puedo ver entre las tinieblas algún personaje de Steven Spielberg o H. R. Giger que se los llevó a habitar alguno de sus infiernos.
Es innecesario ser atormentado en esos primeros años por fantasmas y criaturas irreales, que para los pequeños de la casa son tan verosímiles como lo son sus mismos padres.

Mundo cruel en el que nos tocó vivir, que cliché; pero es una verdad rotunda hasta en el último momento de nuestra existencia.
Tantas cosas pudieron haber ocurrido; quizás quedaron con deudas pendientes y alguien se encargó de cobrarles, tal vez sólo uno de ellos era deudor y arrastró a su pareja a un infame destino por su incumplimiento, incluso ambos pudieron ser inocentes y fueron sólo víctimas de las circunstancias; ¿quién podría saberlo ahora? Los que lo saben, si es que alguien posee ese conocimiento, nunca hablaron.
Lo único cierto es que jamás volvieron a pisar nuestra casa.
Como vivía en un universo paralelo al mundo real, en mi inexperta cabeza no lograba imaginar exactamente qué posibilidades se listaban en el itinerario de sus captores, sólo esas alucinaciones de las que hablé hace unos instantes y claro, no fueron producto exclusivo de mi desbordada imaginación, las películas habían tenido algo que ver y a ellas les corresponden los derechos de autoría.
Ahora que he perdido esa inocencia, empiezo a darme cuenta con un poco más de objetividad de lo dramático del asunto y las posibles desventuras y fatalidades a las que fueron sometidos; sin embargo, cuando eres un pequeño y estás en ese mundo de blancura, con el calor de una madre protectora, te sientes seguro, como el pequeño e indefenso polluelo entre las alas de su esponjada y solemne gallina progenitora; así me sentía yo, como esa inofensiva ave de corral que es arrancada del seno materno cuando su madre se convierte en caldo de gallina. Fui a descubrir el mundo frío desmesurado y brutal por culpa de no sé qué lunáticos y porque a alguien se le ocurrió convertir a mis padres en estofado.

En esa burbuja de cristal donde se encierra al pequeño para que no sea magullado por su entorno, precisamente es la que puede dañarlo, el fin de esta es proteger al susodicho, pero termina por incapacitarlo para las situaciones más triviales y no le permite tomar decisiones acertadas cuando le amenazan otras más comprometedoras; esto provoca que el individuo carezca de las herramientas más elementales para enfrentarse con la dureza de la vida.
Sentí realmente esa omisión, cuando empecé a cometer errores; llámese privación de conocimientos, de experiencia, escasez de malicia o como quiera que le designemos, me hizo falta en muchas ocasiones, pero también puedo proclamar, que el hombre se adapta a cualquier situación después de un periodo razonable de tiempo, porque en mis futuras correrías, mis coetáneos se encargaron de convertirme en el bruto endurecido e insensible que soy ahora. Gracias a mi grande y poderoso Dios, la herida cicatrizó rápidamente y el sangrado se detuvo, si no hubiese sucedido así, pienso que habría muerto de alguna infección, pues me quedé en la casa, solo y débil por la pérdida de sangre y las heridas no habían sido desinfectadas.
Me impacienté cuando noté que mis padres no volvían, y me di cuenta realmente de su ausencia cuando comencé a sentir el hambre. Es lógico que quien lo recibe todo en la mano o en la boca, no se dé cuenta de lo que se está haciendo por él, pero cuando se enfrenta con la pérdida de aquella merced, la decepción puede ser demasiado cruel.
Busqué comida en el frigorífero, sólo había vegetales y un pedazo de pollo congelado, si quería comer debía cocinarlo yo mismo, pero, ni siquiera alcanzaba los quemadores de la estufa.
Me atrapó una gran ansiedad, intenté calmarme y esperar a que volvieran; durante ese intervalo de tiempo busqué algo con que entretenerme, cuando traté de encender la televisión, recordé que habían cortado la energía eléctrica esa mañana, luego caminé en rededor de la sala buscando no sé qué, hasta que en el escritorio del estudio vi dos pequeños libros, de los cuales, sólo recuerdo el título de uno de ellos, precisamente del que no leí, se trataba de las Ninfas de alguien de apellido Umbral; el otro, no me preguntes, porque no lo recuerdo; pero hablaba de un pequeño muchacho que se sentía seguro dentro de la casa paterna donde intuía que cohabitaban dos mundos contrarios, de su fascinación por éstos y cómo, poco a poco, iba alejándose de uno de los dos extremos, para adentrarse en el otro.
Había perdido aquel universo que: "debía mantenerse para que la vida fuese clara y limpia, bella y ordenada", para encontrame con la perdición del mundo fuera del entorno familiar. Decía no sé qué cosas de unas hermanas, yo nunca tuve hermanas, no entendí bien eso de las hermanas. Hablaba de un padre, de una criada y de muchas otras cosas, sólo te lo comento por si conoces el nombre me lo digas, porque a mí se me borró de la memoria por completo, de lo único que sí me acuerdo es, que había un personaje llamado Max.
Yo también poseía una recamara y ésta no era azul, sino blanca, como blancos eran los sueños de mi infancia, y era el insignificante envoltorio que me aislaba como el cascarón de un huevo, del mundo exterior, del cual tanto hacía referencia aquel escrito, en él hacía mío cada día, y dentro de este habitaba como flotando entre nubes de algodón y cielos iluminados por un sol resplandeciente; pero, cuando vives entre las nubes, es seguro que el día menos pensado te caes de allá arriba y te rompes la crisma.
Había tenido un hogar, en ese orden de la casa paterna estaba la esfera del bien, pero de golpe había sido lanzado al lado opuesto, igual que el personaje de este libro.
Ahora era un miembro más de los del lado oscuro, sin quererlo, sin haberlo buscado, sin haber mentido, como hizo el héroe de la pequeña historia, me había ganado el boleto para la maldición eterna; no lo dudo, seguro andaba entre las nubes, cuando me resbalé de aquella escalera y me rompí la cabeza.
Leí ávidamente —no recuerdo si te comenté alguna vez, que aprendí a leer cuando tenía tres años y asistía al preescolar— leí ávidamente, sintiéndome cada vez más identificado con aquel mozuelo, hasta un momento que acerté a encontrar algo acerca de Caín y Abel. No comprendí muy bien lo que quiso explicar el autor, ya que era muy joven y poco había escuchado de dicha historia, me confundí mucho, no fue hasta que conocí mi amigo del que te contaré más adelante, y que ya había mencionado, cuando me hablaba del diablo y de que nosotros éramos sus hijos; no fue hasta que lo conocí a él, que entendí a qué se refería ese pasaje, y por qué él nos llamaba a veces hijos de Caín.
¡Qué difícil es comprender lo que ese concepto significa para alguien que ha vivido toda su vida del lado de la luz!
Es del mundo sesgado que conocemos como te he dicho antes; es esa parte de todas las cosas que negamos o escondemos, por ejemplo, los hombres se visten y cubren su desnudez, porque quieren esconder esa parte de su condición humana, desean olvidarse ante los demás, que igual que cualquier animal, también poseen órganos sexuales.
Y van aún más allá, porque no sólo lo disimulan con la ropa, también utilizan perfumes para cubrir los olores y ciertos modelos de conducta para frenar los instintos. El resultado es un hombre domesticado y es precisamente el hombre que ha dejado de serlo, por culpa de la tonta tendencia a negar los hechos más naturales del mundo; pero nosotros, los que no tenemos a nadie que nos domestique, que vivimos en el mundo salvaje de las malditas calles; nos convertimos por ratos en bestias que siguen a sus instintos, y en otros en hordas hambrientas que son capaces de todo con tal de saciar sus estómagos hinchados; pero, eso es sólo el resultado de las necesidades fisiológicas de las que te había hablado, porque el hombre después de haberlas saciado, vuelve a ser hombre, vuelve a razonar y se tranquiliza, pero la naturaleza del mal está ahí, en su corazón, esperando la chispa detonante para salir a la luz con una explosión.
Un ser humano integral debe saber controlar esa bestia sin que lo devore; pero también debe aprender a no ser un hombre domesticado.
Debemos saber convivir con la fiera y caminar de la mano de ella, pero siempre manteniendo el mando y no permitiendo que ella nos domine. Tampoco hay que negar que exista, porque ella está ahí, y si pretendes encerrarla dentro de las rejas de tu corazón, lo devorará sin remordimientos y sólo te hará daño.
Es tan complejo esto del aprender a vivir. ¿Y cuantas verdades no lo son tanto y cuantas mentiras verdaderamente lo son?
Hay quien dice, "sigue los dictados de tu corazón", pero, esto no es más que seguir el instinto, al igual que lo hace cualquier animal, ¿y sabes?, ellos nunca se equivocan. Mucho razonar te hace cometer errores.
También hay que luchar contra los que nos quieren imponer sus ideas y sus formas de pensar, si estas no van de acuerdo con las propias.
Quizá, no como lo hice yo, ya que tropecé demasiado pronto, pero hay otros caminos y esos debes buscarlos, no esperar a que lleguen hasta tu puerta, así como aquel día, que permanecí sin actuar, vas a ver lo que te digo; porque si hubiese decidido salir de la casa en ese momento y perderme por las calles, mi historia hubiese sido otra; más adelante verás por qué. Esperaba a que volvieran y me decía —quizá sólo habían tenido un contratiempo insignificante—, cuando comprendí que no volverían, ya había pasado una semana, mi ropa estaba sucia, mi estómago vacío y el dueño de la casa tocaba la puerta para exigir el pago de la renta; cuando se enteraron de lo sucedido, sacaron las cosas a la calle y a mí me mandaron a un orfanato sin explicarme nada. Para que me cuidaran, —según ellos—, mientras mis padres aparecían.
Lo cierto es que pasaron los años y aquellos nunca volvieron.
Entre sueños, aún puedo recordar de manera brumosa, como los veía volver. Pero todo, no era más que un espejismo creado por mis propias esperanzas, habían desaparecido para siempre.
Todos lo sabían pero no me lo decían; la gente con la que convivía me miraba y cuando hablaba de mis padres, de que un día regresarían, bajaban la mirada incómodos y trataban de desviar la conversación para otro tema. Continué mi camino por la vida con esa espina clavada en el corazón, y cuando había algo que me recordara a los que se habían ido sin avisar, se clavaba un poco más en mí.
Si hubiese salido a buscarlos y me hubiera perdido por la ciudad, ¡sí! , hubiese caído en la indigencia, hubiera rodado quizá entre el vicio; pero, sin duda nunca hubiese conocido ese maldito orfanato.