lunes, 5 de marzo de 2012

Capítulo Cuatro - La voz del viento


Capítulo Cuatro

Pasé varios años siendo víctima de semejantes monstruosidades, hasta que un buen día apareció una bondadosa mujer y me adoptó. Me llevó a su hogar, el cual compartía con su pareja, un señor unos diez años mayor que ella, enfermo, con achaques diarios y artritis; era un matrimonio sin hijos y que habían pasado su juventud intentando engendrar uno sin haberlo conseguido.
Una vez le escuché decir a la señora López —que era como ella se hacía llamar—, que me había elegido porque era el más feíto de todos, —así lo dijo—, y le dio mucha ternura verme allí, con la carita triste y sin esperanzas de que nadie se compadeciera de mí.
Estuve con ellos un tiempo razonable, los abusos cesaron desde ese momento, comencé a vivir como un ser humano de nuevo; pero aún me faltaba algo. No era lo mismo estar con tu verdadera familia, que con unos extraños; eran las personas más lindas que había conocido hasta entonces, pero no podía amarlos, pues no lograba comprenderlos bien. No cabe duda que el ser humano nunca está feliz con lo que posee.
Me proporcionaron alimento, ropa y educación, colocándome en un colegio privado donde conviví con compañeros de aula que tenían padres de clase media.
Lo semejante llama a lo semejante, así es, una frase que ya forma parte de la cultura popular, pero no por eso es menos cierta, ya que, a pesar de todos los hijos de papá que allí había, mi mejor amigo fue precisamente uno que había caído a esa escuela por accidente, al igual que yo, pues su familia estaba en la ruina y apuradamente les alcanzaba para comer una vez al día y no a todos.
Este noble chico de nombre Pablo Castillo me acompañó en todo momento durante el tiempo que duró mi estancia en la secundaria; era mi compañero de correrías, andábamos por la ciudad rodando como rocas. Un día nos íbamos a la playa a ver a las muchachas, otro día caminábamos por las casas que tenían árboles frutales y robábamos alguna, recuerdo que una vez vimos un árbol de limones; le dije que no eran tangerinas, pero como él los vio de color naranja, creyó que se trataba de estos frutos y cortó uno, se lo metió a la boca socarronamente percatándose de su error cuando tenía el paladar inundado de ácido.
Cada día hacíamos cosas diferentes, encontrábamos motivos para salir de la rutina.
Era gracioso ver aquellos camaradas ir juntos por la acera, ya que yo, a pesar de vivir con quienes lo hacía, y de que me tenían todos los días una muda de ropa limpia y bien planchada, siempre terminaba revolcado.
Apenas salía de la escuela, me desabrochaba la camisa, me sentaba en algún lugar sucio o de plano me la quitaba y andaba en ropa interior.
El otro, en contraste, siempre andaba bien peinado, limpio y correcto a pesar de su humilde origen; sin embargo eso nunca fue impedimento para que nos entendiéramos bien. Esos dos años de escuela en los primeros cursos de la secundaria los pasé bajo la protección de mis padres adoptivos y la convivencia con mis compañeros de clases; no era un gran estudiante, pero nunca perdí un curso o reprobé algún examen.
En términos generales era un estudiante medio, pero los maestros no me querían, y la mitad de mis compañeros tampoco. Los primeros pensaban que era una lacra y cuando tenían oportunidad me lo hacían ver; los alumnos de plano decían que ellos no se juntaban con recogidos y menos con negros, pordioseros, muertos de hambre que querían pasar por niños de casa.
Cuando escuchaba estas palabras, aparentaba reír y así se los hacía ver, pero por dentro me herían tan fuerte que en mi conciencia podía escuchar los gritos de mi corazón causados por el llanto y la tristeza que herían mi alma.
¿Por qué? Me preguntaba, no se dan cuenta del daño innecesario que me hacen cuando me niegan una sonrisa o siquiera un saludo, más aun cuando me ofendían de esa manera. ¿Acaso así los trataban a ellos en sus casas? ¿Dónde habían aprendido a despreciar a sus semejantes? ¿Quién les había enseñado a herir a las personas que más necesitadas de cariño y una mano amiga estaban?
Según mis compañeros yo no era el único muerto de hambre. Pablo y otro llamado Antonio éramos los que nunca llevábamos dinero ni comida en el receso, teníamos que ir caminando a la escuela, y caminando nos regresábamos a casa. En mi caso, porque mi nueva familia no poseía los medios económicos de mis otros compañeros y habían hecho un esfuerzo desproporcionado para colocarme en el colegio.
El día que conocí a Amada Carvajal quedé prendido a su cola de caballo, y a sus largas calcetas de estudiante que escondían unas bellas pantorrillas torneadas y blancas. Color apenas vislumbrado por los pequeños agujeros del que estaba lleno aquel diseño para coquetas estudiantes adolecentes. No sé cómo sucedió, pero me enamoré de esta escurridiza y tormentosa jovencita, que sólo desdichas me vino a traer en esos instantes que tan hambriento de amor me encontraba.
Mil veces me acerqué para hablarle e intentar ganarme su amistad, y lo que recibía eran patadas en las espinillas. La primera vez que Amada Carvajal me pateó, pensé, «ésta no sólo tiene cola de caballo, también tiene las piernas» Es cierto, la mujer se debe cuidar de los lobos, pero no se dan cuenta como pueden lastimar a alguien que no desea más que lo mejor para ellas.
Como dije, cien patadas en las espinillas, más de una bofetada y palabras altisonantes me gané por acercarme a ella, sin más intención que entablar una plática amistosa.
Me llamaba “el negro” con un tono de desprecio que me dolía más que todas las patadas en las espinillas que pudo darme en su vida.
Me decía a mí mismo, «en efecto, soy negro... pero mi corazón, aunque lo desprecies, aunque el color de mi piel y el profundo oscuro de mis ojos te cause repugnancia, siempre guardará un lugar muy dentro para ti y gritaré a la injusticia de la vida, porque me hizo negro y desgraciado». ¡Oh dios!, maldita la hora en que los no agraciados creemos que podemos amar como lo hacen los hermosos o los ricos. Cuando te has dado cuenta de tu error, aún estás a tiempo para volver al camino correcto y dejar que los vacíos vayan a buscar a los vacíos, sin embargo, una vana esperanza te hace seguir adelante, y sólo recibes más golpes y desilusiones. Yo no elegí ser negro, pobre o huérfano, pero ella tampoco eligió ser hermosa, sólo dios, o el destino o como sea que se llame dicha fuerza, sabe por qué nos hizo así y algún día responderemos por nuestras acciones, sabremos que quizá era una prueba para cada uno de nosotros. A ella le dio la hermosura para probar la vanidad y el vacío de su alma, y a mí me hizo negro para comprobar la entereza de mi corazón ante el desprecio.
Hay algo que he comprendido desde que aún era muy pequeño y esto es; que la única belleza que perdura hasta la muerte es la del alma.
La otra, la que poseía esta chica y muchas que como ella, no hacen otra cosa que mirarse al espejo y se sienten hermosas sólo porque la juventud rebosa por sus mejillas, queda marchita demasiado pronto; es natural que la joven sea un poco vanidosa, pero yo no hablo de eso, si no de quienes le rinden tal culto a su imagen, que llegan a dañar u ofender a terceros, para ellas será el castigo. No soy quien juzga, ni el que les desea mal a estas personas; es la misma vida la que se encarga de cobrarles, porque apoyaron las bases de su mundo en una mentira, en algo que desde el principio es en vano y de ello no puede resultar otra cosa que la infelicidad.
Y cuando alguien se encuentra en dicha situación, qué crees que reflejará a los demás, sino el mismo sentimiento que habita dentro de ella y los otros reaccionarán de la misma forma para con ella, entonces se quedará viviendo en esa amarga soledad que ella misma se creó cuando pensó que siempre sería joven y hermosa y todo su tiempo, esfuerzo y dinero lo gastó en esta vanidad y jamás se preocupó por mejorar otros aspectos como su educación, su cultura, su carácter y no fomentó la amistad por considerarse mejor que los demás.
Sé que estás pensando que el despecho y la envidia me hacen hablar de tal forma, pero que diferente es una persona que, más que todo, es dulce, agradable y tolerante sinceramente, y no sólo como una máscara con otros fines, si un día por algún motivo tienes que pasar unos momentos con una anciana que es atenta, tierna, y tiene un corazón de oro, quedas enamorado de ella y te sientes a gusto en su compañía, y hablo del mismo enamoramiento que deben de sentir algunas personas por sus abuelitos; aunque creo que son pocos los que realmente aprecian a los ancianos.
En cambio, crees que alguien pueda sentirse a gusto con una persona hueca y además despectiva, aunque el tiempo, que no perdona, la haya convertido en adefesio y que su tema de conversación sea cuan superior es ella a ti, sea por su origen, su posición, su conocimiento o una hipotética belleza; personas así no pueden más que causar lástima.
En fin, de Amada Carvajal no obtuve más que dolor y fracaso.

Un día de esos que son tan extraños, por la forma en que influyen en todo tu futuro, me escapé por unos instantes de la casa, y por azares del destino me encontré con Juanito y Jacinto, este hecho volvería a cambiar mi vida bruscamente; estaban en un local de videojuegos jugando alegremente.
Cuando los vi sentí una gran felicidad; entonces me olvidé de todo y corrí hasta donde estaban, ellos se abalanzaron sobre de mí y me abrazaron como hermanos de orfandad que habíamos sido.
—Hueles a perfume —me dijo Juanito aspirando indiscretamente sobre mi hombro.
—¡Puta madre, ya ni te conoces! —agregó Jacinto con una sincera carcajada—. Para la otra ya ni vas a querer hablar. Luego entre los dos, saltaron sobre mí, tirándome al piso y así, los tres abrazados rodamos por el suelo ante la mirada atónita de los transeúntes.
Alguno pensó que estábamos peleando y dieron algunos pasos en reversa, no faltó quien quisiera separarnos; pero pronto al escuchar las risas supieron que todo estaba bien, que se trataba sólo de un juego y nos miraron molestos por nuestras efusivas formas de demostrar nuestra alegría.
Después, Jacinto sacó del bolsillo de su pantalón un puñado de monedas de cincuenta centavos, con ellas disfrutamos de varias partidas de futbolitos, que por aquellos tiempos eran tan populares por estas tierras.
Pregunté por el lugar que les servía de alojamiento, fue cuando me enteré que carecían de vivienda y que su hogar era tan grande como el mismo mundo, porque éste era cualquier parte donde sus pies se posaran.
Esas palabras me sedujeron, porque yo también quería vivir en un hogar así, tan grande que me siguiera a todas partes. Aprendí a sentir, como siente un vagabundo, que más que ver la ventana iluminada por el sol, cada mañana es iluminado por el mismo cielo, que es la gran ventana de su hogar y que le calienta los huesos mucho más que cualquier calefacción.
Y estas sencillas, pero profundas ideas fueron las que me hicieron dejarlo todo y caminar al lado de los amigos que había recuperado.
Me preguntaron si deseaba acompañarlos por su nueva vida y no quieras saber por qué, pero me ganó el amor a mis amigos de la infancia y decidí no regresar nunca más a la casa de mis benefactores, sin detenerme a recapacitar en el dolor que le causaría a la señora López y a su cansado marido.
A la escuela seguí asistiendo, allí fueron a buscarme para preguntar porque no regresaba a la casa, cuando les dije mis razones, respetaron mi decisión y no volvieron a intervenir en mi vida.
Mi ropa se fue ensuciando paulatinamente, la comida volvió a escasear y ya estando hecho una piltrafa, sin tener donde bañarme ni que comer, me dije: «para que te engañas a ti mismo, éste no es tu sitio», me despedí en silencio de todos, y salí con la firme determinación de no regresar jamás.
Mis amigos se habían escapado del orfanato, ahora eran libres y sin ninguna responsabilidad; vagaban por los parques de la ciudad, sin que mucho les importara el tiempo, la escuela o el trabajo; menos el futuro, mientras hubiese como llenar el estómago lo demás no tenía importancia.
Muchos otros niños estaban allí y nadie les molestaba, las personas que vendían en los puestos ambulantes del mercado del centro nos daban de comer una vez al día, y con lo poco que juntábamos con las artes de supervivencia de los niños de la calle, podíamos vivir sin mucha preocupación, llevando una vida más o menos tranquila.
Por aquel entonces aún no había pandillas en la ciudad, éramos niños callejeros, pero no éramos criminales; quiero decir, las únicas pandillas eran las que formábamos pequeños vagabundos como mis amigos y yo y distaban mucho de lo que se ve en estos tiempos y si nos drogábamos era para aguantar el hambre, el frío y la desgracia y no por vicio como mucha gente cree.
Y si ellos supieran que cuando veían mis ojos rojos e irritados, mi mente perdida y completamente embotado en una asquerosa intoxicación, que es cuando más miedo les causaba y precisamente era cuando menos daño hacía, porque apenas podía con mi pobre cuerpo y mi alma se quería separar de la materia para descansar para siempre.
Ellos no sabían que era cuando más apretaba el hambre y la fiebre, cuando mi cuerpo más necesitaba el reposo y que la sustancia, no era otra cosa, que un paliativo para olvidarme de que existía una necesidad imperiosa en el cuerpo llamada hambre, una sensación que roe la carne llamada frío y otra muy difícil de definir que se apodera de las almas desgraciadas cuando más las golpea la vida. Mientras mis pies me pudieran llevar a donde yo quisiera, mis ojos pudiesen ver los amaneceres y el azul del cielo, o mis oídos tuvieran la capacidad de escuchar los ruidos de que esta ciudad está llena; ¿qué importaba lo otro?